A veces uno,
cuando es joven, no se da cuenta de lo que se está forzando para hacer las
cosas y lo toma como una “conquista”,
un “logro”, algo de lo que
seguramente presumirá…
Fueron 72
horas, 3 días en los que el sueño era espantado con café, pero venía por
cabezadas que no sabía bien cuánto duraban, irregulares, pero que siempre
parecían cortísimas. Mi compañero de oficina, el director de arte que estaba en
el mismo bote de preparar una campaña para el lunes (empezando el viernes), me
pasaba la voz con un “¡Te estás durmiendo!”
que me sobresaltaba para contestar que era “nada
más que un pestañeo”…
Yo hacía lo
mismo con él cuando lo veía cabecear o fingir concentración en el dibujo (con
los ojos cerrados); nos habíamos comprometido a presentar una campaña final,
con los bocetos de avisos acabados, story board y bocetos de folletería (con
sus respectivos textos, claro) y el sustento creativo para la campaña completa,
pieza por pieza.
Ahora que lo
recuerdo con la distancia de los años, me doy cuenta que era una tontería, un
querer “demostrar” que podíamos ser
creativos y muy rápidos: la publicidad en suma.
Abrevio diciendo que nos aprobaron la campaña, pero éramos una especie
de zombis alimentados con pizza, con litros de café y cigarrillos (fumábamos en
ese entonces) como estimulantes y ninguna pastilla o sustancia que nos
mantuviera “lúcidos y alerta” porque
–por lo menos yo- había visto en más de un compañero “trabajador” los estragos que causaba esa “dieta cerebral”.
Muy temprano,
el lunes de la presentación, mucho antes de que nadie llegara a la oficina,
afeitada, pañitos húmedos y mucha agua de colonia; después revisión del
material a presentar, ordenar las carpetas que contenían los textos y la
sustentación, repasar los charts que usaríamos durante la exposición (era la
época en que no se soñaba con las computadoras, el teléfono celular era algo de
ciencia ficción y las únicas “máquinas”
a nuestra disposición eran una de
escribir -mecánica- una fotocopiadora
que solo imprimía en negro y dos calculadoras de bolsillo).
La euforia
de la presentación, las respuestas ensayadas una y otra vez a las preguntas que
sabíamos nos iban a hacer y el entusiasmo que nos produjeron los comentarios
positivos, “compensaron” el esfuerzo
y pongo ese compensaron entre comillas porque, repito de nuevo, ahora, con la
distancia de los años, pienso que lo que hicimos fue una tontería, porque el
desgaste personal (que nos hizo dormir casi un día entero a los dos, ya en
nuestras casas) consiguió que perdiéramos un día, que no “funcionáramos” bien hasta acomodarnos nuevamente y que “no pasara nada”: éramos “héroes” sólo para nosotros mismos porque
para los demás eso era “normal nomás”.
Confieso que
fueron las 72 horas más largas de mi vida y las que me enseñaron que la
publicidad puede ser demandante y urgente, pero uno no debe forzar lo que
requiere tiempo.
Imagen: culturabogota.com
PUBLICADO ORIGINALMENTE
EN “CÓDIGO”, 23.7.2019.